sábado, 24 de febrero de 2007

Lo que hace la tecnología

¿Quién lo diría hace unos años que seríamos capaces de vernos a 4.000 kilómetros de distancia? Pocos lo creíamos, la verdad. Más bien eran escenas propias de una peli de ciencia-ficción. Aun recuerdo la primera vez que mi hermana me contó que se podían mandar mensajes por móvil. Era el verano de 1999 y yo acababa de regresar de Alemania: en 6 semanas que no estuve en el pueblo, allí se vivió la revolución telefónica. ¡Mandar mensajes por un bicho que servía para hablar por teléfono! Aquello sonaba a algo propio de extraterrestres, a algo imposible, pero era cierto, tangible, comprobable.

Hoy en día, por el contrario, nos resulta casi inconcebible vivir sin esos sms que utilizamos ya casi para todo: para avisar que llegamos tarde, para preguntar cómo está ese colega al que hace tiempo del que no sabes nada y que quizá vive en la puerta de al lado o quizá en la otra parte de mundo, para felicitar la Navidad, el Año Nuevo, el cumpleaños, etc., para cancelar una cita o sugerir a alguien que nos encontremos para tomar algo, para mandar a alguien a freir espárragos, para comentarle a alguien lo bien que te lo has pasado esta noche, pero que no te has atrevido a decírselo cara a cara,... en fin, estas y otras mil historias más.

El caso es que día a día, poco a poco, la tecnología se adentra en nuestras vidas. Se apodera, diría más bien. Y no nos damos ni cuenta. Sólo vemos los efectos positivos, pero estoy segura de que los hay negativos: y muchos. Pero en fin, esa podría ser otra entrada en mi blog. De lo que quería hablar hoy es de lo alucinante que resultan algunos de sus efectos, tales como poder ver a mi abuela por internet, por videocámara, y charlar a 4.000 kilómetros de distancia... Y si yo alucino, pues no quiero imaginar qué debe de pensar ella. Le debe parecer superextraño y, de hecho, creo que no lo llega a entender; ella se ve en la pantalla, sonríe, mis padres le explican que la del cuadrito pequeñito soy yo, que la voz que escucha es esa nieta perdida por el mundo, pero en el fondo creo que no lo concibe: no entiende qué está pasando, si lo que cree ver y escuchar es real o no.

Cierto es que a sus 93 años no es extraño que le parezca complicado navegar por estos mundos cibernéticos. A su edad, aun admiro que tenga energía e ilusión de sentarse frente a la pantalla de un ordenador, ponerse unos cascos y hablar con esa persona que aparece en la pantallita. Hoy, mientras hablábamos, no he podido dejar de pensar: ¿Y como será el mundo cuando nosotros, si llegamos, tengamos 93 años? Casi seguro que aquello que ahora se le escapa a nuestra mente, será imprescindible para nuestros nietos y bisnietos. Y si no, el tiempo lo dirá.

No hay comentarios: