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jueves, 16 de agosto de 2007

Noches de fuego

Quince minutos de luz, pólvora, ruido y una realidad que retumba. Ese ha sido el punto y final a una semana de fiestas que no he vivido con la intensidad del 2000, pero que en realidad he disfrutado mucho más de lo que pensaba hace 15 días. Debe ser ese cambio de actitud con el que he decidido tomarme mis venidas a Verger, con el intento de no demonizar esta tierra, estas gentes, y convencerme de que también de ellos puedo y debo sacar cosas buenas.

Pero bueno, de lo que pretendía hablar esta noche es del hecho de que a los valencianos nos apasione tanto el fuego y la polvora, cuya razón desconozco. Los que mejor me conocen bien saben que mucho no encajo en el perfil de valenciana; y sin embargo, cada 16 de agosto que ando por estas tierras me encanta subirme al balcón y disfrutar de ese estruendo, de ese paisaje ardiente en plena oscuridad, del fuego y del olor.

Conmigo comparten ese gusto y esos momentos cientos de personas que se apresuran calle abajo para no llegar tarde a la cita anual del castillo de fuegos. Dos cohetes secos que recorren medio firmamento y que irrumpen en el abismo nocturno indican que el espectáculo está a punto de comenzar. La gente sigue llegando; continúan calle abajo intentando encontrar un lugar donde contemplar el espectáculo. A los 5 minutos estalla el tercero de los cohetes, el cual indica el principio inmediato del fin de las fiestas.

Minutos de silencio, de observación, de emoción (hoy se me han puesto los pelos de punta al final) al ver esas palmeras de fuego iluminando el cielo. Ese cielo teñido de color, de estruendo, de ilusión. Y todo acaba con aplausos y un lento desfilar cabizbajo, reflejo de la toma de conciencia de que ese ritmo frenético de fiesta de los últimos diez días ha llegado definitivamente a su fin.

¿Por qué nos gustarán tanto los castillos de fuegos artificiales? ¿Por qué forman siempre una parte tan importante de nuestras fiestas? Curioso fenómeno… Me pregunto si también lo son en otras partes de España, incluso en el extranjero. Es algo que hasta ahora no me había preguntado.

La cuestión es que esta semana también acudí por primera vez a otra cita con el fuego y la polvora, y me encantó: el Correfocs. Una noche de fuego, de calles oscuras e invadidas por demonios, únicamente iluminadas por el calor de los infiernos y el ritmo frenético de timbales y dolçainas. Un espectáculo increible.


Curiosamente acabo de descubrir que se trata de una fiesta muy popular en Cataluña, y cuyos orígenes datan de la Edad Media. Y yo que pensaba que era una invención valenciana reciente, ya que por aquí (o por lo menos en Verger y los pueblos de alrededor) hace relativamente pocos años que se celebra. A los que queráis saber más aquí os dejo un vínculo de los “Bailes de Diablos”, que es la entrada más similar que he encontrado en la wikipedia: http://es.wikipedia.org/wiki/Ball_de_diables.

miércoles, 28 de marzo de 2007

Del presente, del pasado y de otras cosas...


En primer lugar, siento haber desconectada tanto tiempo, pero es que con la semanita atareada de Belgrado (y las siguientes no quiero ni pensarlas todavía) no he tenido tiempo para nada. He estado dejando todo listo y preparando mi viajecito a España :) Sólamente el sábado tuve tiempo para escaparme un rato al cine a ver "Way to Guantanamo". Se suponía que la sesión era a las 8.30, así que nos presentamos en el cine a las 8.15. El cine, cuyo nombre ahora no recuerdo, me encantó: me recordó muchísimo a mi año de Erasmus en Tübingen, al café Haag (creo recordar que se llamaba así)... aquel que estaba detrás del Ammerschlag, en la placita, y que ofrecía sesiones de cine europeo o algo más independiente en aquella sala pequeña, junto a la cafetería.

Pues bien, este cine era del mismo estilo, aunque más cutre todavía: tiene varias salas, pero no están ni siquiera acondicionadas como salas de cine, sino que son sillas de la cafetería (algunas de mimbre, grandotas) dispuestas en filas... a modo de cine de verano pero dentro de salitas pequeñas. Otras salas, más grandes, tienen incluso las mesas puestas y después está la cafetería propiamente dicha. Bueno, el cine en general es muy cutre, pero me encantó. Así que me prometí que tenía que volver. Sobre todo, porque me quedé con ganas de ver la película, pues fui yo la encargada de mirar a qué hora la pasaban y lo consulté en internet: 8.30. Cual fue nuestra sorpresa al llegar y ver que el pase había sido a las 19.00. ¡Qué vergüenza! Pero bueno, ya me advirtió Marko de que no se puede confiar en las páginas webs belgradenses, que hay que acudir al periódico del día para mayor seguridad... ¡Quién lo iba a imaginarrrr!

Y el domingo, tras levantarme a las 7 por los nervios que tenía por el cambio de hora, preparé las maletas e historias y salí a tomar un café con las vecinas a la Plaza de la República, en las famosas terrazas, pijas donde las haya, pero agradables de vez en cuando. Y es que cada día paso por allí y veo a los serbios disfrutando del sol, de la buena temperatura, de sus cafés, del ambiente... mientras yo me dispongo a correr, apresurándome para llegar a tiempo a clase. Así que el domingo, que hacía un día espléndido, aprovechamos. Aquí os dejo a mi querida Bojana:





Y tras ese café, pues salí escopetada para el aeropuerto: me esperaba un vuelo Belgrado-Milan-Valencia. En total, 6 horas, que pensé que pasarían rápido, pero que me resultaron eteeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeernas. ¡Qué frío había en esos malditos aviones y qué impuntuales que son los italianos! Y es que cada vez me prometo que no voy a volar con ellos y al final, por cuestiones de horarios e historias, acabo repitiendo. Además, en Milán el tiempo ya empezaba a ser premonitorio de lo que me iba a acabar encontrando en Valencia: estaba el día oscuro, gris, denso, y llovía a cántaros. Y para colmo, no nos empalmaron el avión con un finger a la terminal, sino que nos pusieron autobuses y todo el mundo corriendo para poder meterse. Pero bueno, la cuestión es que al final llegué: congelada, pero llegué.

Ahora llevo un par de días en casa, en Valencia y los días siguen grises, lluviosos...


y yo que venía con el ánimo no sólo de descansar, sino también de disfrutar del sol, del mar, del aire libre, de coger energías hasta septiembre... De aspirar profundamente por la noche cuando los verdes campos que rodean el pueblo rezuman olor de azahar… Esta época me recuerda a esas noches de primavera de hace ya un montón de años, cuando llegaba andando (casi corriendo, diría yo, por el miedo que me invadía) a mi casa de casa de alguna de mis amigas, de jugar toda la tarde, y tenía que atravesar toda la calle llena de naranjos. No es que fuese mucho trecho; probablemente, unos 100 m., pero casi a oscuras, y en su momento me parecían una eternidad. Jamás entendí por qué mis padres habían elegido vivir tan “lejos” del pueblo, de mis amigas… De hecho, yo era la única que vivía “en la otra parte de río”. Años después, sin embargo, lo agradezco: es mucho más bonita, más verde, y con mayor olor de azahar en tiempos primaverales que es, de hecho, el olor nostálgico que me invadía el día que le di nombre a este blog. Pero no únicamente de nostalgia se trata la cosa, sino también de su belleza: es una flor simple, pero con encanto. Y para los que dudéis o no la conozcáis, aquí os mando una muestra:



Y es que con los naranjos siempre he mantenido yo una relación de amor-odio. Si bien siempre me encantó su flor, me encantó ver los árboles cargados de flor en primavera y naranjas en otoño, me gustó identificar Valencia con esta fruta, cuyo color me apasiona y es, junto con el verde, los colores que creo que mejor me sientan a la hora de vestir, hace muchos años le declaré la guerra y me opuse a comer naranjas, por muy dulces que estuvieran. Para mí, estaban siempre ácidas, siempre traían problemas de estómago, y eran pringosas. A todo esto, había que sumar la insistencia de mi padre, amante de las naranjas donde las haya, y el hecho de que todo el mundo coma naranjas en esta época del año y prácticamente sólo encuentres naranjas en los fruteros valencianos de octubre a abril. Era, en cierto modo, también un poco de rebeldía.


Pues bien, años después, a 4.000 kilómetros de distancia, me he sorprendido a mí misma saboreándolas, aunque haga traición a la patria y las únicas que pueda comer procedan de Grecia o Turquía. De hecho, esta semana tenía el frutero a rebosar y pensaba: “Esto es pa’echar una foto y mandarla porque si lo cuento así, tal cual, no me van a creer. Y justamente anoche, tras la cena, el comentario de mi madre al ver que me pelaba (un verdadero esfuerzo para mí cuando tengo a mi mamita al lado que me pela la fruta siempre :)) y comía una naranja: “Ver para creer”.